La situación en el Magreb y Oriente Medio – lo que Estados Unidos llama “Gran Oriente Medio” – es, desde hace unos pocos años, más inestable que nunca. Los efectos de las “primaveras árabes” han debilitado muchos estados en la zona, derivando en una situación general de inestabilidad y conflictos que van a más tanto en número como en intensidad. Los pocos supervivientes de este seísmo político-social ven ahora el camino libre para influir masivamente en la región, algo que no podían hacer antes con tanta desenvoltura al haber otros países con cierto poder que hacían de contrapeso en el juego geopolítico de la zona. Una vez desaparecidos los rivales, son Arabia Saudí e Irán los que se están apresurando a intentar moldear, cada uno a su gusto, el futuro de la zona. Sin embargo, los intereses del reino árabe y de la república islámica chocan en numerosos puntos a lo largo de todo Oriente Medio y por multitud de factores, por lo que cada vez son más estorbo el uno para el otro, algo que podría convertirse en un factor más de desestabilización en la ya convulsa región.
Deseos cumplidos
Si por algo se han caracterizado Arabia Saudí e Irán es por haber buscado en las últimas décadas su consolidación como potencias regionales, en gran medida gracias al respaldo que les otorga su producción y sus reservas de petróleo. Sin embargo, en la región siempre habían existido países con un poder político, económico y militar similar como Egipto, Siria o Irak, lo que dificultaba enormemente el despunte de alguno de ellos. Ahora, muchos son países extremadamente débiles, sumidos en el caos interno cuando no en una guerra civil abierta. Así pues, poco a poco, los países de la zona se han ido cayendo de la lista de candidatos a potencia regional a medida que las revueltas y las infiltraciones de grupos armados transnacionales han ido aumentando. Tampoco está ya Estados Unidos como policía regional, que ha optado en los últimos años por una salida escalonada del avispero de Oriente Medio. Ya sólo quedan saudíes e iraníes para disputarse el puesto en el momento en el que ambos ven más cerca que nunca sus sueños de alcanzar el Olimpo regional.
Ambos tienen ahora la oportunidad de posicionarse adecuadamente en la región para cuando ésta se estabilice de nuevo – sea cuando quiera que se produzca – y guiar los pasos de la misma en las próximas décadas gracias a su futurible papel hegemónico. Lamentablemente para los dos, los intereses que persiguen y la manera en la que pretenden configurar la región son muy distintos, lo cual hace que cada intento de influir en un determinado país, política o actor vaya a ser un pulso entre saudíes e iraníes. Y es que aunque geográficamente estén próximos, las diferencias que les separan son numerosas. Sin entrar en demasiado detalle, conviene recordar por ejemplo que los saudíes son suníes – wahabitas – y los iraníes siguen la corriente chií; étnicamente los saudíes son árabes y los iraníes persas; ambos tienen también una concepción bastante conservadora del Islam y su influencia en el Estado y la sociedad, aunque en el caso saudí prima la estabilidad y la paz social antes que exportar el Islam, cosa que en el régimen iraní no ocurre; además, su alineamiento o afinidad en la escena internacional también es diametralmente opuesta. Desde mediados del siglo XX, Arabia Saudí es una pieza clave de Estados Unidos en Oriente Medio por sus inmensas reservas de petróleo. Washington se ha cuidado de cultivar buenas relaciones con los Saud haciendo la vista gorda con las flagrantes ausencias democráticas del país árabe a cambio de un suministro constante de crudo a Occidente a un precio módico. Al otro lado de Ormuz, Irán es desde 1979 enemigo declarado de Estados Unidos, y a menudo es apoyado y apoya a países que se encuentran en la misma línea antiestadounidense.
En cierto sentido, el régimen de Teherán es más autónomo que el de Riyad. Económicamente más débil y políticamente más curtido en la escena internacional que su rival, los iraníes han procurado no depender de otros estados a la hora de actuar. Sin embargo, los saudíes están subordinados a Estados Unidos por esa conveniencia recíproca con el petróleo como base. A pesar de su amistad con Washington, el país arábigo no deja de ser una ficha más en el tablero norteamericano, por lo que no es extraño que Estados Unidos le pida ciertos favores, a menudo relacionados con la política regional, un terreno en el que los occidentales no se mueven con ninguna soltura a pesar de ser la región clave en la política exterior norteamericana en lo que va de siglo. No obstante, en influencia sobre la vecindad, Arabia Saudí se ha posicionado mejor. Domina el Consejo de Cooperación del Golfo, formado por ese país mas Omán y las “petromonarquías” del Golfo Pérsico, o lo que es lo mismo, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Qatar y Kuwait. Así, los pequeños estados vecinos se encuentran bajo el paraguas saudita dado que no pueden competir ni en la producción de crudo, ni en capacidad militar ni en el apoyo norteamericano para la causa que deseen. Además, en los últimos años, aunque siempre por interés y no por convencimiento ni afinidad, se ha decidido a colaborar con Israel, especialmente en al asunto concerniente al programa nuclear iraní con la intención de desbaratarlo.
Este último punto de tensión, el del supuesto desarrollo iraní de armas nucleares, ha sido el principal tema de conversación internacional con Irán como protagonista. Para los países occidentales y la mayoría de estados de la región, el hecho de que se podrían estar construyendo armas nucleares en el país persa ha sido una preocupación considerable, ya que desde 2005 las sospechas de ese desarrollo han ido en aumento, llegándose a contemplar incluso una invasión estadounidense del país o un ataque aéreo israelí sobre las instalaciones nucleares iraníes para ralentizar o parar el proceso nuclear. Sin embargo, ese mismo proceso de nuclearización – que luego se ha visto que en base a la capacidad iraní, el objetivo de la bomba nuclear era casi imposible – ha hecho que numerosos países, la mayoría de ese “bando” que no congenia con las tesis occidentales, simpatizasen con la república islámica al plantarle cara a los Estados Unidos, a otros países occidentales y a la potencia militar – y nuclear – de la región como es Israel.
El petróleo del mundo en riesgo
Uno de los principales miedos que existen en el planeta respecto a este pulso es que una posible escalada de tensión entre ambos o un hipotético conflicto condene al mundo a tener que subsistir sin un flujo estable de petróleo. Entre ambos suman en torno a un tercio de las reservas mundiales de crudo – un 22% Arabia Saudí y un 11% Irán – , además de ser los dos mayores productores de la región y los saudíes los primeros del mundo.
Es por ello que un bache en la producción de barriles en alguno de ellos sería un duro golpe para la seguridad energética global. Si la producción bajase en los dos, el terremoto sería total.
No obstante, el problema más profundo reside en el hecho de que la producción saudí es la única insustituible en el mundo. En momentos de necesidad, especialmente para el sector occidental, Estados Unidos solía levantar el teléfono para pedirle al rey saudí un aumento de la producción en el corto plazo y así suplir las bajadas de la producción en otros países o para mantener estable el precio del barril de crudo. Sin embargo, Arabia Saudí es el único país del mundo capaz de hacer esto, tanto por infraestructura como por reservas. Recordemos además que otros países con una producción considerable a nivel histórico como pueden ser Libia, Irak o Siria, se sitúan ahora en unos niveles de producción casi inexistentes al encontrarse sumidos en el caos. Así pues, los saudíes ya llevan algunos años tapando esos huecos en la extracción de crudo dejados por otros países.
Hablar de perjudicados en una bajada de las exportaciones de petróleo de Oriente Medio sería alargar la lista de afectados a casi la totalidad del planeta, empezando por las grandes potencias, consolidadas y emergentes, ya que salvo Rusia, las dependencias de crudo – barato además – del resto del mundo son considerables. China, por ejemplo, importa la cuarta parte del crudo de los dos países en liza y Estados Unidos, Japón o Corea del Sur también son clientes asiduos de este mercado.
En un aspecto logístico, pretender que alguno de los dos países consiguiese sacar parte de su producción por algún punto que no fuese el Golfo Pérsico es casi imposible. Bien es cierto que ambos países llevan algunos años trabajando en depender menos del cuello de botella que se forma en Ormuz, un estrechamiento entre ambas orillas que en caso de escalada en la particular competición que estos países tienen, terminaría de ahogar las posibilidades de exportar crudo de ambos estados, además de perjudicar también las exportaciones petroleras del resto de vecinos de los saudíes, en especial de los Emiratos Árabes Unidos.
Un pulso al calor de la revolución
Actualmente no hay un actor de peso en Oriente Medio que no esté apoyado por uno de estos dos candidatos a potencia regional. Y decimos apoyo, que no simpatía, ya que en esa búsqueda de encontrar socios para mermar el poder del oponente en la región se han formado curiosas parejas de baile. Con la situación actual de la región, casi todo vale para coronarse como organizador de esa zona del mundo. Estados más débiles, grupos terroristas u organizaciones internacionales son los mayores títeres de los intereses saudíes e iraníes. El terreno de juego es igualmente extenso: desde la frontera sur de Turquía, esto es, el inicio del Líbano, Siria e Irak, hasta los extremos de la Península Arábiga y Egipto.
Y es que desde 2011, año en el que se iniciaron los profundos cambios políticos que han afectado a la región, árabes y persas han tenido sus filias y sus fobias en cada uno de los países. En Egipto con su revolución que ha terminado volviendo al punto de partida; en Siria y su cruenta guerra civil que desde hace más de tres años arrasa el país; en el desmoronamiento del estado iraquí que se viene produciendo desde la retirada de las tropas estadounidenses; en las acciones de los grupos terroristas Hamas, Hezbollah, el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) o en el mosaico de milicias, formaciones y grupúsculos armados que pululan por las absolutamente permeables fronteras de la región.
No es difícil encontrar los rastros de las rivalidades saudíes e iraníes al diseccionar los procesos políticos de Oriente Medio de los últimos años. En los intentos de desestabilizar al país contrario, Arabia Saudí e Irán han intentado, aprovechando las turbulencias políticas que han afectado a la zona, sacar del tablero a países afines al enemigo del otro lado del Golfo Pérsico. Al final ha acabado todo en un “ojo por ojo”, ya las zancadillas o los apoyos en una determinada situación se acaban devolviendo meses después en algún otro punto de Oriente Medio.
Podemos comenzar nuestro recorrido en Egipto, a finales de enero de 2011. Los vientos de cambio venían desde el Magreb y llegaron a orillas del Nilo con fuerza. El incombustible Mubarak acabó cometiendo el mismo error que todos los líderes que habían caído antes: demasiada represión y poca mano izquierda. Al final, el plantón del ejército a seguir reprimiendo las protestas y la gran organización que los Hermanos Musulmanes habían mantenido en la clandestinidad propiciaron primero el fin de Mubarak y la victoria del partido islamista en las elecciones que sucedieron a la deposición del líder egipcio después. Así, en unos pocos meses, Egipto pasaba de ser un país laico – estatalmente hablando –, favorable a los intereses occidentales y sin relaciones diplomáticas con Irán desde 1980 a posicionarse en un fuerte islamismo suní y en la línea contraria a los gustos de Occidente, como la mayoría de países con un componente islámico fuerte. En ese momento y a pesar de compartir orientación religiosa, Arabia Saudí había perdido un fuerte apoyo en la zona, ya que los Hermanos Musulmanes no se subordinaron a los intereses saudíes, sino que el nuevo Egipto de Mohamed Morsi quiso desplegar un islamismo político, poco acorde a los gustos de Arabia Saudí y más del estilo iraní. Además de esta divergencia político-religiosa, los saudíes perdían un apoyo en la línea prooccidental en la región, que casi era lo más importante. Así pues, la metamorfosis egipcia cayó como un jarro de agua fría en los Saud a la vez que se recibía con buenos ojos por el régimen de Teherán. Sin embargo, la victoria iraní en el primer asalto no hizo que el país árabe tirase la toalla.
La inestabilidad en Egipto siguió aumentando bajo el gobierno de los Hermanos Musulmanes hasta que un golpe de estado en julio de 2013 acabó por zanjar la deriva islamista del país mediterráneo. El ejército, actor clave en estas revoluciones, cortó por lo sano. Una junta militar provisional y la ilegalización del hasta entonces partido de gobierno bastaron para que los países que vieron con buenos ojos el golpe, empezando por Arabia Saudí, comenzasen a bombear ayudas económicas a Egipto para sostener el nuevo y provisional régimen, que volvía a la senda laicista y proocidental. El país arábigo conseguía así reequilibrar la balanza en Egipto a su favor, haciendo del estado gobernado por el exgeneral Al-Sisi dependiente de los préstamos y el sostenimiento saudí.
Las revoluciones y los conflictos se iban expandiendo por Oriente Medio, por lo que ese primer pulso entre Riyad y Teherán sólo supuso una toma de contacto. El siguiente lugar a través del cual se disputarían la influencia regional sería Siria. Su presidente, Bachar Al-Assad, arrastró al país a una guerra civil que aún continúa tras intentar reprimir con brutal dureza las protestas que pedían reformas democráticas. El régimen de Damasco, también laico aunque aliado tradicional de Irán por su histórico posicionamiento antiisraelí iba a ser el nuevo laboratorio de las tretas saudíes y persas.
Al igual que ocurrió en Libia para derrotar al coronel Gadaffi, la oposición al régimen sirio se organizó militarmente, ya que la vía pacífica se había agotado con la represión gubernamental. Occidente, intentando no repetir el caos organizado en Libia, dudó si intervenir de la misma manera que en el país norteafricano, si armar a la oposición o si mantenerse al margen. Distinguiendo el grano de la paja en la oposición siria, que a los pocos meses del inicio de la guerra civil ya era una amalgama de fuerzas, nacionalidades, religiones e intereses, los países occidentales optaron por abstenerse de participar. No fue esa la opinión de Arabia Saudí, que no dudó en apoyar a la oposición. Como una intervención directa no terminaba de cuajar y los saudíes veían necesario intervenir, no vacilaron en actuar por su cuenta, arrastrando a la causa a otros países vecinos como Qatar o Emiratos Árabes. Si Al-Assad caía, Irán se vería privado de su único aliado firme en la región; si además de caer se formaba una Siria firmemente suní y afín a los deseos de Riyad, la victoria saudí sería doble y casi con seguridad sería el golpe de efecto necesario para afianzarse como potencia regional.
Como es lógico, Irán no iba a quedarse de brazos cruzados viendo cómo la mitad de Oriente Medio ponía contra las cuerdas a su aliado y, por extensión, a ellos. Ayudar al régimen sirio a través de un Irak semicontrolado todavía por Estados Unidos iba a ser una tarea difícil, decidieron que su actuación se realizaría a través de Hezbollah, el conocido grupo terrorista con base en el Líbano, también afín al régimen gobernante en Siria. Y es que aunque el país del Levante es demográficamente de mayoría suní, esto es, como la mayoría de países árabes y los grupos opositores en la guerra civil, la minoría dirigente es chií, al igual que Irán o el Líbano. La mezcla de influencia política regional, internacional y religiosa se entremezclaba en el territorio gobernado por los Al-Assad.
En el tercer año de guerra, con un país arrasado, cientos de miles de muertos, millones de refugiados repartidos por los países vecinos y sin una solución clara en el horizonte, ambos países se siguen afanando por hacer valer su posición en Siria, además de los dos bandos en el conflicto interno. Sobre todo a partir del último año, el régimen sirio parece que cada vez controla más la situación, ya que la oposición ha pasado de ser la auténtica oposición siria – ciudadanos armados y militares desertores – a convertirse en una heterogénea mezcla de grupos terroristas, fanáticos religiosos y demás extremistas, cuyas intenciones en caso de victoria distan mucho de las de la oposición al inicio de la revuelta y la guerra. Así pues, y aunque todavía es un conflicto que dista de cerrarse, parece que la influencia iraní se mantendrá en Siria, aunque eso sí, a un precio muy alto para el país levantino.
El conflicto sirio ha hecho que ahora más que nunca, las fronteras del país sean simples líneas en los mapas. Igualmente, algunos de los grupos que combaten al régimen de Al-Assad han optado por cruzar la frontera siria hacia el este buscando expandir su influencia e intentar ganar poder. Irak ha sido el más afectado, ya que ha sido incapaz de detener las riadas de extremistas islámicos que se filtraban por la frontera desde Siria, y que se han sumado al enorme problema de terrorismo que presentaba ya el país desde los primeros años de la invasión estadounidense, especialmente a partir de 2006.
Y es que Irak era un país que desde la retirada de las tropas estadounidenses en 2014 se ha visto que estaba apuntalado por las fuerzas norteamericanas. A pesar de los enormes esfuerzos de Washington por entrenar a las tropas iraquíes y dotar a su ejército de medios modernos – incluyendo cientos de carros de combate M1Abrams –, el ejército iraquí se ha diluido en un abrir y cerrar de ojos en cuanto ha tenido que afrontar el primer reto militar, que no es otro que las infiltraciones del EIIL (Estado Islámico de Irak y el Levante) y los duros golpes que este grupo armado le ha asestado al ejército iraquí – con un uso masivo y efectivo de la propaganda –. Esta espantada de las tropas de Irak ha permitido que en unas pocas semanas, la república asiática bordee convertirse en un Estado fallido, ya que aunque el EIIL no se atreva a avanzar hacia el sur ni hacia Bagdad, controla – o al menos ha hecho que el gobierno iraquí pierda el control – de una parte considerable del territorio. Incluso en el norte iraquí los kurdos han aprovechado para asentar su poder en las zonas que tradicionalmente han habitado, e incluso le llegaron a plantear la independencia al secretario de estado de los EEUU, John Kerry, cuando éste se trasladó a la zona en el cénit de la crisis. A pesar de que los deseos del secretario norteamericano son que los kurdos ayuden a unir de nuevo Irak, la etnia repartida en los cuatro países que hacen esquina en esa zona de Oriente Medio pretende hacer valer los acuerdos que se estipularon en el nunca ratificado Tratado de Sèvres de 1920.
La cuestión del pulso saudí e iraní se vuelve en Iraq un asunto bastante confuso. Ninguno parece querer entrar en semejante avispero, puesto que el país del Tigris y el Éufrates es, desde una composición étnica y religiosa, enormemente inestable. O al menos empezó a serlo cuando Estados Unidos desplazó a uno de los pocos elementos que hacían estable el lugar, el régimen de Saddam Hussein. Laico, panarabista e internamente represor, tuvo controladas las riendas del país a pesar de sufrir dos contundentes reveses militares en la guerra Irán-Irak de 1980 a 1988 y la frustrada invasión de Kuwait en 1991, que irremediablemente condujeron a una situación económica muy precaria.
Actualmente, y ante el desmoronamiento del país, Arabia Saudí e Irán se encuentran en una incómoda y contradictoria posición. Ambos deben elegir entre pugnar por la influencia suní y chií respectivamente – que en Iraq es una relación 40-60 aproximadamente – o fortalecer el gobierno del chií Haidar al-Abadi – previamente el gobierno de Nuri Al Maliki – y combatir al EIIL en territorio iraquí en favor de no permitir que este grupo se siga expandiendo por la región a sus anchas. En este último punto, las reacciones de ambos han sido inmediatas. El reino saudí ha desplegado 30.000 tropas a lo largo de su extensa frontera con Iraq al huir las tropas de Bagdad conforme avanzaban los extremistas islámicos; Irán, en cambio, ha ido un paso más allá y podría estar prestándole apoyo militar efectivo a Iraq con varias brigadas de la Guardia Revolucionaria. A pesar de que a la región en general no le convenga el avance del EIIL, no cabe duda de que el debilitamiento de Iraq redunda en un fortalecimiento de Irán, por cuestiones de seguridad regional y porque el mundo no puede permitirse el lujo de vivir sin crudo, venga de quien venga. Si Bagdad no lo puede proporcionar, tendrá que ser Teherán quien lo haga.
Arabia Saudí no está cómoda con esta intervención ni con el empoderamiento iraní a costa del iraquí. Tampoco tiene una línea clara de actuación para el país vecino. La irrupción del EIIL en Siria y su traslado a Iraq fue tan repentino que apenas ha habido tiempo para realizar una estrategia y poder combatirlos de manera efectiva – en gran medida eso ha facilitado la expansión de los islamistas –. El principal recelo saudí es que una ayuda iraní en Iraq pueda facilitar que la mayoría chií social y política consiga consolidarse en el país. De hecho, ese es el objetivo de Irán, atraer a un histórico enemigo/competidor al redil del chiismo. Tampoco ayuda a la tranquilidad saudí la posibilidad de que en esta búsqueda por destruir al EIIL, Estados Unidos e Irán puedan colaborar. Sin el apoyo norteamericano, Arabia Saudí retrocedería muchísimo en su búsqueda por la hegemonía regional. Un acuerdo, e incluso un acercamiento americano-iraní, sería terrible para los intereses saudíes.
La tensión está, de momento, lejos de rebajarse. Hasta los pocos vecinos estables lo saben. Las “petromonarquías” del Golfo bien lo saben, y en un intento por encontrarse preparados en caso de llegar la tormenta, llevan unos años gastando ingentes cantidades de dinero en armamento a la vez que modernizan sus ejércitos a marchas forzadas. Emiratos Árabes Unidos fue en 2013 el cuarto mayor importador de armas del mundo, seguido por Arabia Saudí. La procedencia del material se sitúa en Estados Unidos, Reino Unido y Francia principalmente, si bien muchas compras saudíes de armamento estadounidense no tienen utilidad ninguna y simplemente se utilizan para dar salida a productos de la industria norteamericana. Otro de tantos favores de los Saud a Washington.
Lo que pueda pasar en Irak a día de hoy, especialmente con Estado Islámico de por medio, es enormemente difícil de dilucidar. Cuestiones como una hipotética intervención estadounidense en suelo iraquí para combatir al grupo terrorista, el desplome total de Bagdad o la conformación de un Kurdistán sirio-iraquí son escenarios que llevarían a la región por derroteros muy distintos, en los que Arabia Saudí e Irán saldrían mejor o peor parados y a los que deberían adaptarse. Así es y lleva siendo durante milenio y medio la división de la Umma.
Fernando Arancón